Cuando estudiaba Trabajo Social en la ciudad de Linares, trabajé algunos años de voluntario en albergues, con transeúntes y gente marginada con serios problemas la mayoría de ellos. Había un hombre muy particular que frecuentaba mucho uno de esos albergues. Se llamaba Juan y nosotros le llamábamos Juanillo, el de la Pepa. La Pepa era la voz de su suegra. Juan sufría de paranoia y decía que escuchaba voces, especialmente la de la suegra Pepa. «¡Ay la Pepa que no me deja vivir!» «¡Me cago en la Pepa que no se calla!», repetía una y otra vez a quién estuviera dispuesto a escuchar sus historias.
Ese Juan y esa Pepa me han recordado, precisamente hoy, a otro Juan y a otra Pepa. La Pepa de ahora, de la cual se celebra cierto aniversario, nació cuando yo apenas empezaba a entrar a la guardería. Fue una Pepa ajustada a la conveniencia del momento, heredera de un régimen totalitario que traspasaba su poder a un híbrido que dieron por llamar monarquía constitucional, es decir, mitad totalitario y mitad diplomático, para acallar a unos y a otros. Las nuevas generaciones, esas que no vivieron eso de la transición y menos aún la fatídica guerra incivil, algún día se darán cuenta que eso de lo que ahora nos sentimos tan orgullosos, especialmente por su sentido de funcionalidad y rédito del momento, ha quedado totalmente anticuado. Habrá que cambiarlo, tarde o temprano. No sé como ni sé con qué pretexto, pero los nuevos tiempos, quién sabe si estos de ahora, reclaman un cambio necesario. Así, en nuestra España querida por unos y temida por otros, hace falta una segunda transición… la transición de la transición… que así sea…
(Foto: Naufragio, del pintor Emilio Maldomado)