Seguimos viajando, hoy ya por tierras de Francia. Anoche de nuevo dormimos tan solo tres horas. Estamos todos completamente agotados, excepto los niños que no paran de jugar unos con otros, ignorando el periplo en el que están participando. No entienden de geopolítica. No entienden de invasiones ni de guerras. Solo juegan. Quizás de mayores recuerden nuestros rostros, el viaje, el exilio, el sentirse refugiados, el sentirse de ninguna parte. Eso es lo que ocurre cuando emigras, o cuando eres hijo de emigrantes. Eso es lo que sientes cuando pierdes de alguna manera todas tus raíces.
Hoy en la comida alguien puso el himno de Ucrania y todos pasaron un mal momento. La anciana del gato se marchó a llorar a una de las furgonetas. Le pedimos perdón por la torpeza. Se removió todo de repente. Lo que parecía una bonita comida compartida en mitad de la nada se convirtió en un momento agrio y complejo, triste, amargo. Tanto sacrificio, toda una vida, para perderlo todo de repente. Empatizo mucho con esa idea. La he vivido muchas veces en mis carnes y es una sensación de vacío tremenda, de pérdida de sentido, de muerte en vida.
Te esfuerzas por construir una vida, un espacio, una intimidad, y de repente todo eso desaparece. Por una guerra, por una ruptura emocional, por una crisis económica, por una enfermedad, por alguna torpeza existencial. La vida se muestra con esa crueldad a veces. Lo veo en los rostros de esta gente. Ahora no tienen nada, excepto su pequeña maleta con cuatro cosas y la esperanza de que todo irá bien en el futuro. Pero ahí está el miedo, la terrible sensación que les acompañará por el resto de sus vidas.
El miedo siempre es paralizante. El camino, los caminos, están llenos de peligros y amenazas. El corazón nos dice una cosa pero la mente recula y nos advierte. No hagas esto, no hagas lo otro, nos dice constantemente. Es paralizante, es su función: ordenar y advertirnos. Esta gente no ha tenido más remedio que salvar sus vidas más allá de salvar sus cosas. Quizás si se hubieran aferrado a las mismas ahora estarían muertos. La vida siempre es más importante. Las cosas se recuperan. La vida no.
Siento algo de pena por todo. Mañana ya no estaré con ellos. Les coges cariño, sientes compasión, brota amor, te vuelves humano y de alguna manera te olvidas de ti mismo para entregarte al otro. En el fondo, la vida, la verdadera vida, es algo parecido a lo que ahora siento. Una gran necesidad de entrega hacia el otro. A otro que no conozco, con el que tan solo hemos compartido un relato épico, un viaje, una salvación, unas horas cansadas de un trayecto agotador e interminable. Me gustaría poder verlos en el futuro y saber cómo les ha ido. Como aquella familia de refugiados sirios que conocí en la isla de Chios y a la que rescatamos de una lancha neumática en mitad de la nada. Nuestra labor fue atenderlas en el puerto, acompañarlas hasta el campo de refugiados, brindarles ese primer apoyo emocional y humano. Nunca olvidaré los rostros de aquellas personas, como nunca olvidaré la sonrisa y el corazón de estos ucranianos.
Esta experiencia, única e irrepetible, me recuerda lo impermanente que es todo. Queremos aferrarnos a la vida pero la vida nos suelta una y otra vez. El miedo, los miedos, nos recuerdan la dureza y los peligros del camino. El amor fortalece nuestra decisión de seguir adelante, a pesar de ellos. Si no hay miedo, hay camino. Si hay camino, hay esperanza. Si hay esperanza, hay vida, mucha vida por vivir. Siempre es así, una y otra vez. Cuando el miedo avanza, la vida se paraliza y muere. Cuando es la esperanza la que aviva nuestro sentir, el camino se abre, la experiencia humana se enriquece, todo se ensancha. Inevitablemente.
Gracias de corazón por apoyar esta escritura…